Open Access BASE2016

Política y administración provincial. La diputación de Sevilla durante la dictadura de Primo de Rivera y la II república (1923-1936)

Abstract

Desde la perspectiva de fines del siglo XX, los regímenes políticos de la España de los . Ciertamente, hay que subrayar que las costumbres y la vida cotidiana de los españoles cambió sustancialmente entre 1923 y 1936. La tímida pero imparable introducción de nuevos medios de transporte transformó el paisaje urbano. El automóvil, dirigido hacia la locomoción individual de los consumidores más pudientes, comenzaba a proliferar por las vías de las principales ciudades, forzando la ampliación de calles y modificando los usos habituales de la red pública. En paralelo, el crecimiento demográfico de las urbes impulsó tanto la construcción de viviendas (la más de las veces desordenada y de escasa calidad) como la expansión del Metropolitano (Madrid, Barcelona), al igual que las líneas de tranvías y los autobuses de enlaces con la provincia. Estos últimos, junto a los camiones, vinieron a completar el transporte de personas y mercancías por ferrocarril, estimulando el tendido de numerosos kilómetros de caminos vecinales y carreteras provinciales. También la radio irrumpió a mediado de los veinte. De lámparaspara los de mayores posibilidades y degalena para el común de las gentes, los receptores comenzaron a formar parte del mobiliario doméstico, canalizando las noticias que antes sólo llegaban a través de la prensa. Por su parte ésta, comenzó a difundir información gráfica gracias a los últimos adelantos técnicos. La expansión del telégrafo y del teléfono contribuyeron a la mejora de las comunicaciones, aunque sujetos a la protección menopolística de la Dictadura (Telefónica, CAMPSA, Tabacalera, Compañía Arrendataria de Fósforos, etc.). Fueron también los años del avance de la aviación y de la promesa de los dirigibles, acariciando algunos la posibilidad de convertir a Sevilla en el aeropuerto terminal de Europa (Tomás de Martín-Barbadillo). Por último y para concluir el cuadro de aquellas innovaciones modernizadoras, cabe subrayar cómo la mujer se incorporó lenta pero inexorablemente a la vida pública (participación en el plebiscito de 1926, ingreso creciente en la población activa, nombramientos de concejalas en 1928, estreno del voto femenino en las elecciones de 1933). Buena parte de estos fenómenos se amplificaron en la Sevilla que estaba preparándose para celebrar con el máximo ornato la tan esperada como retrasada Exposición Iberoamericana (1929). Al sensible crecimiento vegetativo de la ciudad se le sumó la inmigración atraída por los puestos de trabajo del proyectado Certamen, precipitando el hacinamiento en barriadas periféricas surgidas sin orden ni concierto (Cerro del Águila, Villalatas, Amate). Y es que Sevilla mostraba sensibles contrastes. Por un lado, sufría frecuentes inundaciones y también, paradójicamente, un deficiente suministro de aguas, responsabilidad de una empresa extranjera (The Seville Water Works Company Limited). Contaba con un sistema de alumbrado para la Exposición (farolas diseñadas por Aníbal González), mientras muchos ciudadanos carecían de suficiente fluido eléctrico. Capital orgullosa de sí, pero capaz de plegarse a los designios de José Cruz-Conde (el tercer hombre más influyente de España, después del Alfonso XIII y de Primo, según el diplomático Carlos Morla Lynch). Feudo aparente del conservador marqués de Torrenueva y, a la vez, centro de disturbios estudiantiles que tantos problemas dieran al gobernador, conde de San Luis, y al ministro de la Gobernación, marqués de Hoyos. Baluarte anarquista y comunista durante la República, radical y socialista en las elecciones de 1931, pero también vivero de la primera sublevación grave contra el régimen nacido el 14 de abril (Sanjurjo). Cuna de líderes republicanos (Martínez Barrio, José Díaz) y campo de experimentos del Nuevo Orden tras el 18 de julio. A la vez cofrade y crisol de huelgas violentas. Foco destacado de la Masonería española y lugar de nacimiento de la Liga Católica. Ciudad semindustrial y terciaria en medio de una provincia agrícola. Es en esas coordenadas cronológicas y espaciales donde emplazamos el objeto de estudio: la Diputación Provincial de Sevilla. Un análisis fundamentado en la respuesta a estos dos interrogantes: 1ª) ¿qué puede aportar el estudio de las instituciones político-administrativas al conocimiento de la España contemporánea?; y 2ª) ¿por qué elegir dentro del conjunto de este tipo de organismos a la entidad provincial? El Estado, como comunidad de personas asentadas en un territorio fijo y sujetas a una dirección política común, se encuentra constituido por tres elementos básicos: población, territorio y poder (Andrés de Blas, Ramón Cotarelo). Este último –es decir, el poder o la capacidad para imponer obediencia desde una autoridad- se sirve de dos tipos de instrumentos (Duverger): los ideológicos (legitimidad, soberanía) y los materiales (órganos y aparatos del Estado). Planteado este esquema conceptual, se entiende que el estudio de las instituciones político-administrativas resulta imprescindible para observar las formas de ejercer el poder. Lo llamativo es que este relevante campo de investigación no haya despertado todavía el suficiente interés entre los estudiosos, mientras que otras cuestiones como el movimiento obrero, el papel del sindicalismo o la politología –especialmente la de los partidos externos al sistema- sí han recibido brillantes tratamientos, tanto en forma de síntesis globales como en obras de rango local. Es decir, hasta no hace mucho se ha analizado más la historia de loscontra-poderes que el comportamiento preciso del propio poder, bien por las influencias ideológicas derivadas de la coyuntura política de los últimos años del franquismo y la transición democrática, bien por la acumulación de trabajos en determinadas parcelas historiográficas marcando tendencia generales, consideradas dignas de atención. Compárese, a modo de ejemplo, el número de monografías sobre la historia del sindicalismo con aquéllas otras que tratan de los organismos públicos responsables, en mayor o menor medida, de paliar las causas de la conflictividad social. Diseccionar las pautas de comportamiento de las instituciones (insistimos, soportes del poder) obliga a mostrar también las interrelaciones gobernantes-gobernados. No se trata sólo de esbozar la composición de unas corporaciones, saber quién ocupa determinados cargos o precisar el origen de la selección del personal político (sea por elecciones o por nombramiento gubernativo). Es todo eso, pero también lo es enlazar su actuación gestora con las realidades materiales y humanas objetivas sobre las que hubo de desplegarse. Este estudio sobre la Diputación Provincial de Sevilla ha sido realizado sobre la premisa de no perder esos referentes de la realidad. Otro aspecto a resaltar en la parcela de la historia de las instituciones lo constituye su interacción con la política. Ya durante el siglo XIX y la gestación del Estado liberal no pocos tratadistas se esforzaron en deslindar las esferas de lo político y lo administrativo. Ante el panorama de la creciente politización del funcionamiento del Estado y el enraizamiento del fenómeno caciquil, la práctica totalidad de los proyectos de reforma de la Administración recogieron declaraciones de expresa –y teórica- separación entre el apasionado campo de las luchas partidistas y el área –supuestamente neutra- de las decisiones de gobierno. Hasta tal punto llegaron a calar estos mensajes en la opinión pública que no fue excepcional el que un gobernador, un concejal o un diputado provincial formulasen públicos votos por dejar "en las puertas" su utillaje político y prometieran dedicarse a la gestión de los asuntos públicos bajo la más estricta independencia. Sin embargo, esos propósitos se hicieron tan inviables como el total divorcio entre la figura del político y del gestor público. Y es que, naturalmente, la Política y la Administración son dos asuntos distintos pero comparten intersecciones en los órganos del Estado, en las corporaciones y en los cargos públicos. Sabido es que el político es una figura y la función que pueda desempeñar en el aparato del Estado es otra. Ambas poseen, evidentemente, mucho en común, aunque presentan diferencias sustanciales. Es en este punto donde la historia de las instituciones tiene bastante que ofrecer al campo de la historia política. Comprendida dentro de ésta se encuentran: los programas; las pugnas ideológicas; los organigramas de las formaciones políticas; las campañas electorales; la génesis, desarrollo y evolución de las agrupaciones; el funcionamiento de los partidos; y, entre otros extremos, los individuos políticos. Ahora bien, ese conjunto de elementos se guía por determinadas conductas que pueden cambiar parcial o totalmente (de hecho, lo hacen) cuando el político o un partido pasa a asumir responsabilidades públicas. En este aspecto, fue bien relevante el cambio de actitud que registraron los partidos externosantes de 1923 en Sevilla: cuando eran beneficiarios delencasillado, guardaban sus baterías más agresivas contra el caciquismo de las formaciones dinásticas. Tampoco sería menor la transformación de republicanos y socialistas a la hora de ocupar los ayuntamientos o las diputaciones provinciales a raíz del cambio de abril de 1931. Valga una muestra: Hermenegildo Casas, presidente de la Diputación Provincial durante el primer bienio, abandonó su agresividad verbal como miembro del Ayuntamiento hispalense de 1930. Es más: su gestión al frente del organismo de la provincia le desmarcó de su propio partido (PSOE), del que acabaría saliendo en 1934. Creemos conveniente, por tanto, completar la historia política con las conclusiones aportadas por este tipo de estudios. Por último, resulta muy útil el análisis de las instituciones –y, dentro de éstas, de las locales- para inferir el modelo de Estado en que están inscritas y en qué medida cumplen su función ante los ciudadanos. Ese enfoque constituye, a nuestro juicio, un ángulo privilegiado para comprender tanto los problemas del edificio estatal español durante el primer tercio del siglo XX (déficit, desestructuración, ineficacia) como el arranque de las alternativas regionalistas o nacionalistas, que tuvieron sus orígenes no sólo en componentes culturales (lengua, tradición) sino en la escasa operatividad que el Estado centralizado brindó a sus ciudadanos-contribuyentes. Y es que los responsables políticos durante la Dictadura primorriverista y la Segunda República no corrigieron las inercias y los vicios del edificio estatal. Si Primo de Rivera no se atrevió a suprimir las diputaciones provinciales, tampoco los gobernantes republicanos reorganizaron en profundidad la estructura del Estado –adjetivado comointegral- salvo el reconocimiento de algunas autonomías (Cataluña). Y todavía resulta una cuestión pendiente. Baste recordar la última polémica suscitada por el cuestionamiento de los gobernadores civiles como figuras adecuadas dentro del Estado de las autonomías. Lo afirmado en párrafos anteriores avala suficientemente el valor de la historia de las instituciones político-administrativas. Ahora bien, ¿qué particularidades ofrecen las diputaciones para ser objetos de estudio? Varias son las razones que justifican la opción. En primer lugar, las diputaciones eran piezas estratégicas dentro del sistema político-administrativo español. Encargadas de velar por los intereses de las provincias, estaban emplazadas entre el Gobernador Civil y los ayuntamientos, lo que les convertía en elementos clave en coyunturas electorales durante la Restauración. Muchos reformistas a comienzos de siglo las consideraban auténticas lacras, viveros de caciquismo y paradigmas de la corrupción. En general, eran fieles obedientes a las consignas de Gobernación, transmitidas a través del gobernador de turno, y atendían regularmente el sometimiento político de las localidades de la provincia. Pero no es solo ésta la única vertiente atractiva de las diputaciones para los investigadores. De hecho, después de 1923 siguen presentando un enorme interés por la entrada en vigor del Estatuto Provincial de José Calvo Sotelo, en aquel entonces director general de Administración Local (marzo 1925). Aquella obra legislativa superaba a la vieja Ley Provincial de 1882 tanto en sus aspectos técnicos como en sus efectos prácticos: las diputaciones recibieron competencias y un sensible reforzamiento de sus recursos, alentando el desarrollo de una amplia actividad en materia de obras públicas y beneficencia. Obviamente, cabe adjudicar parte de aquel desenvolvimiento material a la coyuntura de bonanza económica de los años veinte, pero también es cierto que los responsables de las corporaciones provinciales durante los gobiernos Berenguer/Aznar y las nuevas comisiones gestoras republicanas reconocieron las cualidades del Estatuto, al plantear proyectos de reforma inspirados en él. Es decir, la abundancia material de los años veinte no hizo sino realzar las capacidades potenciales intrínsecas del Estatuto Provincial.

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